Un científico que vivía preocupado
con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para
disminuirlos.
Pasaba días enteros en su
laboratorio, buscando respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años
invadió ese santuario con la intención de ayudarlo a trabajar. El científico,
nervioso por la interrupción, intentó hacer que el niño fuera a jugar en otro
sitio. Viendo que sería imposible sacarlo de allí, procuró distraer su
atención. Arrancó la hoja de una revista en la que se representaba el mundo, lo
cortó en varios pedazos con unas tijeras y se lo entregó al niño con u rollo de
cinta adhesiva, diciéndole:
-¿Te gustan los rompecabezas? Voy
a darte el mundo para arreglar. Aquí está, todo roto. ¡Mira si puedes
arreglarlo bien!
Calculó que al niño le llevaría
días recomponer el mapa. Pocas horas después, oyó que lo llamaba:
-¡Papá, papá, lo hice! ¡Conseguí
terminar todo!
Al principio, el científico no
dio crédito a las palabras del niño. Era imposible que, a su edad, hubiera
recompuesto un mapa que jamás había visto. Entonces levantó los ojos de sus
anotaciones, seguro de que vería un trabajo digno de un niño. Para su sorpresa,
el mapa estaba completo: todas las piezas estaban en el sitio indicado.
-Tú no sabías cómo es el mundo,
hijo, ¿cómo lo conseguiste?
-No sabía como es el mundo, pero
cuando arrancaste la hoja de la revista, vi que por otro lado estaba la figura
de un hombre. Intenté arreglar el mundo pero no lo conseguí. Fue entonces
cuando le di vuelta a los recortes y empecé a arreglar el hombre, que yo sabía
como era. Al terminar, voltee la hoja y vi que había arreglado el mundo.
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